domingo, 4 de enero de 2009

INTENTO NUMERO VEINTICUATRO

Anoche parece que zarpé, esta mañana casi mediodía, prefiero no abrir los ojos.Estiro mis manos tratando de saber dónde estoy, no puedo dejar de recordar a mi abuelo Antonio, el padre de mi madre, con sus manos tratando de arrancarle un color a las cosas. Su fe era ciega, su ceguera infinita.
Yo me acercaba silenciosamente a él para engañarlo y en silencio le tomaba alguna de sus manos y se la ponía en mi cara y sus dedos se apoyaban lentamente sobre mis párpados y un ángulo de su pulgar rozaba imperceptiblemente mis labios y yo me sonrojaba sin que me viera y él exclamaba como si fuera la primera vez:
- Aquí está conmigo, el genio, el que lo ve todo.
Y bajaba sus brazos por el costado de mis brazos y tomándome de las manos me hacía volar por los aires y a pesar de toda la ceguera, a pesar de todo mi temblor, volvía otra vez más a caer, siempre entre sus brazos. La noche siempre tiene el vértigo de la pasión, me decía. Al sol, la gente se entontece. Todo el calor queda en la piel, el sol, me decía, no llega a la sangre. Sin sol el tiempo es otro, y rezongaba y encendía su pipa y en medio de las blasfemias, me preguntaba si se había puesto muy rojo y yo le contestaba que sí, como un tomate, y él reía como si morirse también estuviera bien, y se levantaba de su asiento y golpeaba las paredes con los puños cerrados, y me paseaba sobre sus hombros por el patio, y me preguntaba por el color de las uvas, de qué color, son exactamente, las pequeñas plantitas, que crecen entre nuestros pies. De qué color el cielo. De qué color el culo de María.
Negro y así, pasábamos la mañana, y terminábamos sentados bajo la higuera donde yo le explicaba por millonésima vez, que los colores no existen, que todo es negro y los colores están en la mirada.
Su alma se abría al paso de mis pequeñas palabras. Y nos quedábamos en silencio y María era la música que rompía el encantamiento, y volvíamos con sus palabras a la vida.
-Los hombres, siempre tienen cuentas pendientes con la justicia. Un niño tonto y un viejo tonto, queriendo descubrir el mundo y los dos están con los ojos cerrados.
Su voz era el cristal, la luz y la sombra, son el mismo mundo, y emprendía la retirada a galope tendido por el patio y el único color, era María.

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